Por Daniel Spinato
La vejez es el atril donde se asienta
la incomodidad,
es un cobertor helado que nos cubre
en una noche de invierno,
una pócima que nadie quiere beber,
es el grito que profiere un ayer
remoto que ya no volverá.
La vejez es la compañera
de los últimos días y la
intérprete severa de nuestro
testamento de vida.
Arribamos a ella sin buscarla
sin darnos cuenta y sin desearla,
es el momento del balance en
donde toma forma el epítome
concluyente de nuestra vida.
Es al abrigo de la senectud
cuando entrecerramos los ojos
y enfocamos las vivencias del
pasado con la mirada crítica
de los años vividos.
La vejez puede ser paz y temor,
salud y enfermedad,
un amor compartido o días de soledad.
Es la amplia gama de grises
que avanza sin pausa matizando primero
y cubriendo después
para transformar el terso lienzo
en resquebrajada tela cuyos hilos
cuentan la historia como pintura antigua.
Es la hora de visita de achaques y manías
que gustan quedarse más allá
de nuestra voluntad
aunque es también el tiempo de revancha
por lo que no hicimos
por lo que no pudimos
por lo que no me dejaron
por lo que no quisimos
por todos los no y por todos los si.
Es el momento de desagravios
la oportunidad del desquite,
la ancianidad de la vida es el preámbulo
antes de cruzar el portal
que me llevará en andas
por el último sendero a recorrer,
el esfuerzo final de nuestro derrotero
y la inevitable fuerza imparable
que baja el telón de nuestra obra.
si no sabes cómo es.