Por Daniel A. Spinato
He abordado en más de una oportunidad el tema de la edad y las implicancias que tiene el proceso natural de nuestra condición humana, léase envejecimiento. De qué manera influye y afecta en el accionar y la toma de decisiones que diariamente encaramos a lo largo de los días.
Una persona que pasa los 40 o 50 años de vida, se enfrenta a una serie de situaciones nuevas y desafiantes, en relación con su mundo laboral, su condición de salud, su vida familiar y de relaciones en general. Esto es porque se halla en una etapa en la cual los cambios que se avecinan suelen tener marcados contrastes, es decir un antes y un después de la mitad (aproximadamente) de la vida humana.
Pasados los 50 años, comenzamos a tomar conciencia que para la sociedad estamos ingresando en el grupo de las personas mayores, ni que hablar cuando pasamos la barrera de los 60 años, a partir de los cuales se nos considera unos viejos, abuelos (no en el mejor y más elevado de los sentidos), sexagenarios, lo cual es cierto sino fuera por el carácter peyorativo que se le imprime al término. También pasamos a ser lo que el lenguaje del vulgo considera “un pami”, en alusión a los jubilados y claramente descalificativo de nuestras reales condiciones físicas e intelectuales, que sin duda desconocen. Ahora además, en esta inusual situación que atraviesa la humanidad, somos integrantes del grupo de riesgo.
El problema es que para el estereotipo social convenido empezamos a ser el prolegómeno de un ser descartable, problemático, poco útil y sobre todo una carga para el entorno familiar y social en el que uno se mueve. La mirada del otro es crítica (no constructiva), tiende a disminuir a la persona mayor, sea por compasión, por prejuicio, por subestimación, pero sobre todo por ignorancia.
En este contexto es que se ha generado un excesivo culto a la juventud, como si esta fuera la panacea. Así solemos ver a jóvenes (de edad) a los que se les encomiendan tareas que en muchas ocasiones los superan ampliamente, sea al ocupar cargos públicos o al emitir opiniones sobre diversos temas en cualquier ámbito del que se trate.
Hemos visto estudiantes de secundario opinando sobre temas que sin lugar a dudas requieren de una experiencia de vida que no tienen. No son culpables de nada, solo son carentes de educación, experiencia y…años de vida. Están creciendo, aún no maduraron y no es tiempo de cosecha en sus vidas.
Jóvenes que ocupan puestos de responsabilidad tomando decisiones sobre cuestiones que jamás han vivido (y que una temprana adquisición intelectual no puede compensar). Es cierto que hay jóvenes con capacidades sobresalientes, pero no es la norma, sino la excepción. La realidad, guste a quien le guste, es que la juventud es una etapa más en la vida humana, y como tal implica nuevas vivencias, tanto como conflictos y limitaciones propios del cambio en los niveles madurativos que suceden ante el empirismo que significa la realidad de la vida. En esta etapa la aprobación y desaprobación de los demás se convierten en algo importante, y se pierde la expresión honrada y sincera de los pensamientos y de los sentimientos.
Estas limitaciones las tenemos todos, pero los mayores poseemos la experiencia que dan los años de vida, habiendo cometido muchos errores y algunos pocos aciertos, y podemos emplear ese bagaje para esgrimir argumentos y sostenerlos con fundamento debido. En comparación con los años de juventud, estamos más pacíficos y en armonía con nosotros mismos. Las convenciones sociales y las influencias externas tienen menos efecto sobre nosotros porque ya no estamos interesados en el heroismo y la competición.
Los jóvenes no están preparados, pues no tienen la experiencia de vida suficiente, no atravesaron el empirismo suficiente, ni han completado acabadamente sus etapas madurativas como parte del proceso natural de la especie.
En el terreno de las capacidades corporales, también hay un alto grado de subestimación de las personas mayores, que somos vistas como gente que ya debería jugar al ajedrez en la plaza (lo cual es hermoso salvo por la connotación que se le da) o integrar alguno de esos ridículos grupos de gimnasia en donde el profesor a cargo los trata como si fueran minusválidos, no solo desde el punto de vista de sus aptitudes corporales, sino y lo que es peor aún, los someten a un destrato verbal en el cual aparecen frases como: “levantamos los brasitos”, “damos un paso con mucho cuidado”, “intentamos un saltito”, “si les da miedo pueden apoyarse en la silla o en la pared” y tantas otras frases realmente patéticas y descalificadoras que sólo tienden a acentuar el estado de debilidad y situación de inferioridad en la cual se supone que debemos estar las personas mayores, simplemente por haber cumplido más de medio siglo.
Estoy convencido que este excesivo culto a la juventud no es otra cosa que una admiración defectuosa de una franja etaria que aún no ha descubierto plenamente de qué se trata la vida, pues no hay dudas que para ser mariposa primero hay que ser crisálida.
Cómo puede ser que dentro del sistema educativo, que se supone ha de ser asimétrico (por obvias razones ya que uno es quien enseña y el otro es quien aprende) los estudiantes opinen sobre las materias a estudiar, cuáles son convenientes, cuáles no, o que sientan que tienen el derecho de tomar una escuela o de protestar ante la elección de un rector que no es de su agrado. Cómo puede ser que se permitan estas actitudes cuando la gran mayoría ni siquiera sabe interpretar un texto y su calidad de lectura es triste.
Cómo se puede tolerar que un joven estudiante maltrate e irrespete a un docente sin que ello tenga consecuencias que eviten la repetición de estos hechos. Cuán bajo ha caido el concepto elemental que define a un estudiante y la correcta relación de respeto y obediencia que debe a su educador, que es quien le da las herramientas necesarias para su formación intelectual y como ciudadano.
Cómo pueden los jóvenes exaltar la figura de determinados personajes de la historia o hablar de corrientes políticas y opinar sobre temas que con meridiana claridad exceden su aún incipiente y precario (en el mejor de los casos) acerbo intelectual.
Para aquellos que miran con cierto desdén a quienes hemos pasado generosamente la barrera de los sesenta, setenta o más, y nos encuadran como abuelo, abuelito, pami, jovato, etc., deben saber que, primero ellos (con suerte) tal vez lleguen a nuestra edad y si lo hacen ojalá tengan la posibilidad, voluntad y determinación de hacerlo en las condiciones físicas, mentales y espirituales que muchos de nosotros aun conservamos y pensamos no solo mantener sino incrementar (Dios mediante) por muchos años mas.
No estaría nada mal disminuir un poco el excesivo culto a la juventud, y pensar que por alguna razón que pareciera no comprenderse aquí, los países más desarrollados social y económicamente, comparten criterios en común en lo que hace al respeto por los mayores, dándole a estos y a la juventud el lugar que por derecho y condición natural, a cada uno pertenece.