Te perdono, decimos, aunque no tan a menudo.

¿Sabemos en realidad el significado real del acto de perdonar? Perdonar es divino, solemos escuchar y dado que no somos Dios, nos excusamos de perdonar. La naturaleza humana es tan compleja como previsible.

Nuestros defectos son tantos y nuestra mente tan hábil, que transitamos un campo plagado de trampas en las que solemos caer una y otra vez solamente por no dominar nuestras emociones. Sería hermoso comprender el sentido del perdón y llevarlo a cabo desde nuestro interior recóndito, desde la fibra más íntima de nuestro corazón y no desde la ligereza de nuestra lengua; soy consciente de ello y por eso me he preguntado muchas veces acerca de la dificultad de perdonar de corazón, con sinceridad visceral. Llegar a ese estado de vacuidad emocional en el que al perdonar tomamos conciencia que estamos liberando a alguien de un lastre que lo aprisiona con su pasado y lo condiciona para el futuro, pero que también somos nosotros y al mismo tiempo los liberados.

En nuestra calidad de imperfectos, incompletos, el camino hacia el perdón suele convertirse en un complejo embrollo cuyo recorrido hacia el exterior mantiene su condición de intrincado y difuso. No es una excusa, es lógico, el espíritu lleva a cuestas las miserias de cuerpo y mente y no es fácil hacerle frente al reto de cultivarlo. Con más razón todavía debemos intentar el perdón verdadero (el que cura el alma), desoyendo los ariscos dictados de nuestra mente que nos susurra al oído acerca del amor propio magullado o el banal orgullo pisoteado. Pobre ego autocomplaciente, a la vez tan grande y fútil.

Hasta aquí una cara de la moneda. Pero, ¿qué pasa cuando no se trata de orgullo?, ¿qué sucede cuando no es por nosotros?, cuántas veces hemos escuchado la frase “hay cosas que no tienen perdón de Dios”. ¿Es posible perdonar cualquier cosa?, ¿es asimilable la actitud de perdonar una acción determinada, articulando una justificación, lógica, creíble y racional de dicha acción? Difícil, y hasta tanto no evolucionemos como especie tendremos que seguir considerando la posibilidad de no acceder fácilmente a la virtud del perdón. Hay hechos (crímenes aberrantes) imperdonables para nuestra débil humanidad, simplemente porque no tenemos posibilidades ciertas ni siquiera de asimilarlos intelectualmente.

Entonces, por tantas, profundas y misteriosas razones, el perdón es una auténtica medida de nuestro crecimiento. Basta con remontarse al origen de la palabra, para darse cuenta que se trata de un “don”, de un obsequio, de una cualidad del espíritu que no está disponible a flor de piel, que hay que buscar adentro e incluso, hasta considerar la posibilidad de pensar que hay almas carentes de esa cualidad.

Sigo creyendo a pesar de todo, que la importancia del perdón es vital para la salud individual y colectiva, el que perdona no es débil, es fuerte y humilde, el perdón es la antítesis del rencor, del encono; el perdón no es olvido, es sana memoria. La capacidad de perdonar es un loable objetivo en la vida de cualquier persona y para ello, el primer paso es perdonarse a uno mismo; si, así de simple, debemos dejar de lado los enojos, las críticas desdeñosas y perdonarnos por todo lo que creemos que tenemos o hacemos mal. Cuando nos aceptemos tal cual somos y nos reconozcamos como únicos e irrepetibles, podremos intentar ser lo mejor que podemos con lo que tenemos y entonces estaremos en paz con nosotros mismos. Es a partir de ese estado de equilibrio interior que alcanzaremos la fortaleza necesaria para perdonar a los demás. Dejar atrás el pasado para gestar la semilla de un nuevo ser es posible también a partir de la capacidad virtuosa de perdonar y ser perdonados.

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