Sin ser para nada original, digo que el camino hacia la maestría en las artes marciales, y en rigor de verdad, en cualquier rama de las artes en general, es sinuoso, escarpado con grandes piedras, plagado de espinas y con inmensos nubarrones, dificultades que, claro está, no todos son capaces de sortear.
Por esa razón quizás mi incomodidad cuando alguien me llama maestro, calificación de la cual siento estar demasiado lejos.
Algunos lo llaman fijarse estándares muy altos, para mi en cambio es pisar terreno firme y ser lo más objetivo posible en la valoración de mis propias cualidades y atributos. Creo que quienes se dedican a la enseñanza no tienen que apegarse a dogmas ni absolutismos, deben tener una mente abierta y nobleza de corazón para poder ser eficientes en su tarea.
Un maestro ha de ser amable, paciente, imparcial y con gran sentido de la tolerancia y responsabilidad.
Para lograr tales condiciones es necesario superar las propias falsedades e hipocresías internas, de lo contrario ¿cómo hablar de moralidad ante los estudiantes? La verdadera maestría sólo aparece luego de muchos años de entrenamiento riguroso, combinando una vida austera con un adecuado balance filosófico y una prolongada introspección.
Ser un maestro verdadero implica entre otras cosas:
Dejar que la ira sea nuestro enemigo.
Aceptar que la paciencia es la fundación de una vida fuerte y longeva.
Entender que una reputación confiable es el producto del mérito virtuoso.
Que el éxito es el fruto de la fuerza y la sabiduría.
Hay que entender y aceptar que quienes logran la iluminación son quienes viven una vida moderada, tienen gustos simples, consumen alimentos naturales y persiguen la sabiduría de los sabios.
Hay que tener el corazón puro y vacío de egoísmo, ser sincero en la disciplina elegida y refrenarse de la indulgencia excesiva. Es la forma de disfrutar grandes recompensas en la vida.
Hay muchas otras condiciones, pero para mi son suficientes para comprender todo el camino que aun me falta recorrer.